jueves, 23 de diciembre de 2010

Una carroña*

De nuevo, al despertarse, sintió un golpe sordo en el estómago. Había tenido un sueño muy agitado aquella noche y, al tratar de recordarlo, empezaron a rasgársele las entrañas y a bailarle los intestinos. Como al coronel. Era un dolor muy agudo y bien localizado que le atrofiaba la mente y le impedía pensar con claridad, como si miles de hormigas caníbales estuviesen comiéndosela por dentro. No quería huir, no le quedaban fuerzas. Tan sólo deseaba disolverse en aquella cama y adornarla con su pellejo y las moscas revoloteando. Se apretó el vientre con las manos y comenzó a sudar. Otra vez los delirios. No debía volver a recrear recuerdos, pero sabía que no podría escapar de los lacerantes mordiscos de las hormigas si no lo hacía. Y abrió el candado. Millones de fotogramas borrosos, como en una película censurada, aparecieron ante sus ojos. Y el dolor fue desapareciendo, dejando espacio para que se instaurara esa imperiosa necesidad de sentir de nuevo sus brazos, de oír su risa, de olvidar su ataúd. Y la pena que acechaba desde cada esquina de la casa desde entonces.

* con su permiso, Baudelaire.

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