Apareciste una tarde de julio en la bandeja de entrada de mi Tuenti.
Hacía años que no te veía, pero en tu foto parecías guapo. Así que
venga, dije, yo te sigo.
Me cogiste del alma y me llevaste por
esos senderos de la literatura que yo, a mis dieciocho años, nunca había
pisado más que a la hora de aprender nombres de autores y fechas y
títulos de libros y poemas en las clases del bachillerato. Me hablaste
de Camus (Camí) y de Cortázar, y yo creía que eso era el amor. No
parabas de recomendarme películas y de reivindicar el independentismo.
Visca Catalunya lliure!, gritabas en nuestras citas, ¡Viva Andalucía
libre y socialista! Y yo que no entendía de lo que hablabas.
Me
besaste a la puerta de un garaje y tu boca sabía a alquitrán a arsénico a
cianuro al humo del tabaco que acababas de comprar, y tu lengua se movía
sin control dentro de mi boca y yo pensé que no sabías besar. Y tus
manos encontraron mi cintura y me susurraste al oído que te quiero. Y yo
quedé paralizada ante los besos la emoción el encuentro las palabras el
aliento Lucky Strike el letrero luminoso de la caja de ahorros y fue
entonces cuando mi madre llamó al móvil y me dijo que volviera a
casa.
Cuando estaba a punto de enamorarme de ti, apareció otro
muchacho, mudo, de provincias. No me dijo nada, no me habló de la lucha
del proletariado ni del latín ni de los versos que componen una lira. Me
invitó a un Nestea y me sonrió y en ese momento supe que aquello era el
amor.
Y te olvidé olvidé las tardes de verano a la sombra de un
café los besos frente a la catedral tu camisa de rayas el olor de la
colonia que llevabas tu infinita sapiencia y lo inmensamente azules que
se volvían tus ojos cuando me mirabas.