sábado, 13 de abril de 2013

Vuelvo a Ribeyro

«(...) Julio Ramón Ribeyro, por su parte, se planteaba tal problema de forma dicotómica, sin medias tintas era «necesario elegir entre amar la vida o comprenderla». Y es cierto, las personas que disfrutan más la vida son aquellas que no tratan de comprenderla. Aquellas que se arman de un cúmulo de ideas preconcebidas que les hacen más fácil la existencia. Puede llamársele religión, ideología, filosofía de vida, da igual. Aquella fórmula de la felicidad se resumía en omitir las preguntas necesarias y dejar que las preguntas innecesarias siguiesen su rumbo (no siendo respondidas por obvias). De ahí el imposible de un filósofo feliz con su circunstancia, o de un escritor feliz con el mundo. Aquel que imagina lo que le ha tocado vivir como algo compacto, sin resquicios, como algo casi perfecto no tiene por qué hacerse preguntas, no tiene razón para pensar ni mucho menos para escribir. Sin embargo, ese mundo feliz, también a su modo sufre, o hace sufrir. Se pierde espontaneidad, se gana en tranquilidad pero se pierde en el arte de la creación. Vea si no lo aburrido que se vuelve ir hablando con gente que maneja un discurso preconcebido. De esos que pueden deslumbrar a miles pero no dos veces al mismo sujeto. Es por ello que la vida se vuelve rutinaria. Existen sin embargo aquellos con los que se puede discutir mil veces el mismo tema, aquellos que no tienen formada una opinión. Son pocos, pero son.»

miércoles, 3 de abril de 2013

Manifiesto


Antes de que me digan princesa,
antes todavía de que algún
poeta cantautor pintor peón de construcción camarero actor
teleoperador adolescente etcétera
me intente embaucar
haciéndome creer que yo soy su nueva musa,
quiero advertir, si es que sirve de algo, 
que yo no quiero ser como Raquel ni Leonor,
no quiero tener sus bocas carnosas y rojas
ni que me queden tan bien como a ellas sus faldas.
No quiero las curvas de infarto de Silvia,
ni la melosidad de Marta,
ni las dulces formas de Ángeles
ni ser risueña como Patricia.
No envidio los buenos modales de Ana
porque no los necesito,
ni aparentaré más la inocencia de Rebeca,
la picardía de Laura, la rebeldía de Clara
ni el modernismo de María
ni, por supuesto, intentaré ser tan fina como su hermana
porque nunca seré como ellas.
No aspiro al máster de Carmen
ni a tener el sentido del ritmo de Paloma:
nunca he sabido bailar ni hacer un striptease.

No voy a tatuarme una mariposa en el culo,
ni una araña en una teta,
ni diablo ni guarra ni amor en japonés,
no quiero un piercing en la lengua
para poder prometer algunas noches
la mejor mamada de su vida
a ningún chulo de discoteca,
como nunca quise convertir
en el amor de mi vida
a ningún rubio de ojos azules
con mi amor único y redentor.

No quiero las medidas de Marilyn
ni los ojos de Greta.
No tengo el descaro de Mae West.
No aspiro a ser ninguna Yoko
ni ser de nadie la Maga que busca.
Reconozco que no quiero la tristeza de Alejandra,
aunque a veces me arrastre de los pies,
ni los colores de Frida,
aunque siempre salga a la calle manchada de ellos.
No quiero apoyarme en las ventanas como Gala
para ver cómo se pelean por mí Jules y Jim
porque no me suicidaré con ninguno de ellos.
No voy a aprender a fumar
como fumaba mi madre a mi edad,
ni pretendo volver loco a mi padre
porque ya lo hice.
No me voy a casar
en Las Vegas con Lennon
disfrazada de Gioconda,
ni en iglesias ni en juzgados
con ningún hombre de provecho.
No quiero hacer lo que hicieron
las vanesas que enamoraron a todos mis amantes.
No quiero llorar como lloran las vírgenes,
ni ser en la cama más puta que la Magdalena,
ni más señora que las putas en las tiendas,
ni más falsa que las señoras en la calle.
No quiero saber qué es lo más adecuado en esta situación
ni las guarradas de la a la zeta
que ponen a cien a los hombres en los bares.
No me trencé nunca el pelo estilo Julieta,
como tampoco esperé sentada a que
un rebelde o un malote
tirase piedras en mi ventana
para llevarme en su Harley
a un granero abandonado
o al huerto
o a una bonita duna
o al faro del fin del mundo
para cogerme como nunca me han follado
Nunca pedí el teléfono a ningún camarero
(de esto sí me arrepiento).

Cartas de amor no quise
y las que escribí las niego
porque salieron de mis manos sin permiso
cuando de ebriedad me rascaban las ganas.
Caballeros y oficiales,
finales de película felices,
rosas sin vino,
su banda sonora se desafina en mi guión.
No sé soñar como sueñan las princesas.
Ninguna amiga me confesó el secreto
que convertía en príncipe de cuento
cada rana que besó
(las ranas, ranas son y los príncipes
no existen en ningún color).

Así que por qué ahora tendría
que maquillarme como las cabareteras
o desnudarme como lo hacen las ninfas.
Ni se os ocurra pensar
que fingiré mis orgasmos.
Yo no sueño con una noventa y cinco,
ni con pesar menos de sesenta,
ni con uñas de porcelana,
largas pestañas, piel de seda.

Me da igual si me dicen “guapa” los poetas
o si me escriben poemas los obreros.
Yo no necesito que nadie me diga
cómo me queda mejor el pelo,
ni qué color le sienta mejor a mi boca
ni qué camino he de seguir
para no dejarme perder
si el que sigo no me lleva
a su cama otra noche.

Por última vez:
no quiero ser la princesa de nadie,
bastante tengo con intentar saber
quién es Andrea.

Andrea Mazas.