miércoles, 7 de julio de 2010

De flores y conciencia

El otro día me pregunté qué sucedería si los humanos pudiésemos conservar eternamente la esencia de una flor fresca en un jarrón, esto es, sin necesidad de echar raíces en la tierra.

De manera mecánica, se me vino a la mente el tópico renacentista "collige, uirgo, rosas", a la vez que el problema de la desaparición de los ecosistemas y climas, del cual nos alertan una y otra vez los medios de comunicación.

Soy consciente de que habitamos un planeta que se preocupa más de las apariencias que de lo que es natural e inherente al ser humano. Todo se reduce a lo estético: arrancar todo el vello de las extremidades, estar delgados, ir vestidos a la moda... por no hablar de las cremas "anti", que están a la orden del día: antiarrugas, antiacné, anticelulitis.
Y no sólo nos afanamos en buscar la perfección en el físico, en el propio cuerpo, sino que hemos extrapolado nuestro poder de cambio al medio ambiente. Lo queremos manejar a nuestro antojo, moldearlo, como seres caprichosos. Así, lograr encontrar un paisaje totalmente virgen, sin que la monstruosa mano del hombre haya hecho huella en él, resulta casi imposible.
Mire adonde mire, sólo veo contrucciones estáticas, austeras, rectas, férreas: edificios, parques, aceras, farolas y semáforos, carreteras, coches y mil ejemplos más que nos rodean por todas partes.
Esa exactitud en las formas y en las líneas, que parece cuidadosamente calculada al milímetro, me provoca escalofríos.

Así que no me resulta difícil responder a mi propia cuestión: lo que sucedería es que se acabaría el Mundo, o acaso lo está haciendo ya.

Nostra culpa.

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