viernes, 2 de septiembre de 2011

Volver

Sentados ayer por la noche en aquel banco, el brillo de la nostalgia asomando a los ojos, recordamos nuestros años comunes de instituto: los escasos profesores que se convirtieron en referentes intachables, guías de nuestra mente y de nuestra alma, las enseñanzas extraídas más allá de la docencia, la confianza latente y perceptible entre los compañeros, la magna idea que del honor teníamos, la amistad indestructible e imperecedera, la eclosión del amor en ciernes; también los codazos en la cafetería, por qué no, y la brevedad de los recreos.

Perdidos entre los recuerdos y por instantes transportados al pasado, ocupamos nuestros cuerpos descompensados, púberes, entre risas y palmadas durante unas horas, deseando de todo corazón volver a vivir aquello.

Al despedirnos, los dos notamos que algo había cambiado. Quizás la fuerza de los recuerdos, tan potente como suele ser, se resistía a dejarnos marchar de su maravilloso mundo, o quizás fuésemos nosotros quienes, arrastrados por aquel ideal y un poco confusos, no oponíamos demasiada resistencia.
Sea como fuere, la verdad es que nos costó mucho despertar de aquella fantasía y que, horas más tarde, no pude evitar sentirme embargada por una añoranza inmensa y profunda al darme cuenta de lo evidente: nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

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