sábado, 19 de marzo de 2011

Seta

- Regresad o moriré.

Cualquiera habría esperado que se embarcase de inmediato en un viaje de vuelta al Japón, «cruzando la frontera francesa cerca de Metz, atravesando Württemberg y Baviera, entrando en Austria, llegando en tren a Viena y Budapest, para proseguir después hasta Kiev. Recorriendo a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superando los Urales, entrando en Siberia, viajando durante cuarenta días hasta llegar al lago Baikal, al que la gente del lugar llamaba el último. Descendiendo por el curso del río Amur, bordeando la frontera china hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevara a Cabo Teraya, en la costa oeste del Japón.»

Pero no. Él esperó, paciente, a que llegaran los principios de octubre. Y a que Baldabiou le volviese a confiar la tarea de conseguir los huevos sanos de gusanos de seda que, desde hacía dos años, llevaba a Lavilledieu directamente desde la aldea de Hara Kei, siempre a tiempo para la misa mayor.
Esperó, con ánimo sosegado, a que transcurrieran los días inmutables -uno tras otro, con sus horas, minutos y segundos- de su apacible vida, sin turbarse apenas.
Sin turbarse apenas, hasta que descubrió que casi había pasado un año desde que una mano prístina había puesto en la suya aquella pequeña hoja de papel doblada en cuatro, con unos símbolos escritos con tinta negra. La misma mano que había cubierto sus ojos con un paño de seda -es decir, con un paño de nada- meses atrás, mientras esperaba a que lo bañasen tres mujeres ancianas.
Eso había sucedido en enero y -el alma serena- cuando Baldabiou le pidió que regresase, lo hizo.

Nadie sabe qué habría sucedido si Baldabiou hubiese decidido confiar en los exitosos experimentos del joven Pasteur y no le hubiese mandado regresar al Japón, entonces.
Nadie lo sabe y, a pesar de ello, todavía la gente no deja de preguntárselo.
Ni siquiera él.


Extracto e idea de Seda, de Alessandro Baricco.

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