jueves, 14 de abril de 2011

Paseos de madrugada VII

Olía a verde y a humedad: olía a principios de primavera.
Recuerdo que di muchas vueltas. Paseé por el camino iluminado que se sitúa por detrás de la muralla y observé el balcón de la dama, aunque ella ya no estaba. Tampoco estaba encendida la luz del Jardín Imaginario que me gustaba admirar entonces, ni el hombre que caminaba sin rumbo siguiendo siempre la misma ruta. La luna se reflejaba en las ventanas de las casas y sin darme cuenta, terminé el paseo en esa fuente que yo tanto adoraba y que tanto había echado en falta.
Me senté enfrente de ella y me concentré en escuchar su tranquilo gorgoteo, pero al rato comencé a notar que hacía frío y que estaba oscuro, y me sentí de pronto como una extraña en aquel lugar. De repente ya no me encontraba bien allí, y no se debía tan sólo a las condiciones climáticas. Era algo más. Algo había cambiado súbitamente para que aquel maravilloso parterre hubiese dejado de ser mi refugio.
Aun con mi recién adquirida condición de foránea, me fue difícil abandonar el lugar. Tenía la certeza de que en el momento en que me fuera de allí, se cerraría un círculo que llevaba tiempo intentando completarse y que yo nunca había deseado ultimar.
Pero hacía frío y estaba oscuro y las calles estaban vacías. Y no quedaba ya ninguna razón para no marcharse.

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