viernes, 22 de abril de 2011

La quintaesencia

No alcanzaba su imaginación a comprender por qué el término de la lectura de aquella novela la había sumido en una marea confusa de sentimientos. La había elegido al azar, una tarde lluviosa de abril, entre tantas otras aposentadas en la estantería. Y sin embargo, cuando terminó de leerla y cerró el libro casi con solemnidad, se preguntó quién habría sido la auténtica electora.

Pensó en Kandinsky, y en unos versos que él había escrito tiempo atrás y que ella había retenido en su memoria casi sin darse cuenta. El recuerdo de esos versos la hizo sentir triste, y esa tristeza se sumó a la lluvia, y al recuerdo difuso de la infancia, y al eco confundido de la juventud.
Pensó en la felicidad y en la intelectualidad, en acordes algo nostálgicos gestados por guitarras españolas, en la muerte y en lo absurdo, en el tedio de los períodos estivales que se sucedían frente a aquella ventana, en la incesante búsqueda de la sensibilidad, en el mayúsculo significado de la ciudad, en las flores blancas y en la culminación del espíritu -acaso autorrealización, vértice endeble del insigne poliedro.
Pensó además en otras cosas, más complejas o incoherentes, según se mire. Trató, en definitiva, de desentrañar los misterios de la existencia, y no lo logró.

Se podría llegar a la conclusión de que tamaña frustración seguramente la llevara al suicidio o a algún tipo de encierro voluntario o a una vida de ermitaña contemplación.
Sin embargo y en contra de lo que pudiera parecer, al poco tiempo de leer esa novela y coincidiendo con el reinicio de las clases presenciales en la universidad, se olvidó de tan trascendentales temas. Sólo los rescataba alguna vez, cuando se veía rodeada de intelectuales más por obligación (víctima de las circunstancias) que por verdadera inquietud, y escuchaba a alguno de ellos citar a Camus, exclamando con ciego convencimiento: «los hombres mueren y no son felices».

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